1º Día. Lunes 13 Agosto 2012
Con puntualidad casi improcedente y esa holgura con la que se suele atacar un viaje inusual, especialmente cuando se encuentra de por medio la T4 de Barajas, nos fuimos congregando en torno a las 16:30 conforme habíamos convenido, en las inmediaciones de los mostradores de Royal Air Maroc: seis beninistas de diverso porte repartidos en dos grandes grupos, uno en el que concurren casualmente nombres originales (Priscila, Águedo y Noelia) y otro más terreno que conforman los de nombre corriente (Matilde, Tere y José Luis), más un beninés auténtico llamado Romeo, a los que se ha unido una invitada imprevista y circunstancial. Andrea, la hija de Matilde que, solícita, se ha prestado a acompañar a su madre al aeropuerto. Un colectivo variopinto con la vista puesta en África y Benín como punto de encuentro.
Inevitables trámites administrativos y aduaneros para después invertir sin prisas el tiempo restante en ver los últimos minutos de la final de baloncesto de los juegos olímpicos entre España y Estados Unidos, que perdemos dignamente.
El cartel anunciador hace diferentes quiebros atrasando y adelantando la hora de salida, en principio prevista para las 19:30. Por fin arrancamos a las 20:15 camino de Casablanca y conforme comienza a elevarse el avión empezamos a sentir ese hormigueo que te embarga al viajar. No cabe duda de que lo de viajar es completamente distinto a lo de irse de viaje. Viajar implica necesariamente algo de aventura, algo de descubrimiento, mientras que uno se va de viaje por necesidad, por trabajo, porque se le ha muerto un cuñado que vive en Burdeos o porque tiene quince días de vacaciones y no quiere quedarse en casa. En muchos casos, el hormigueo lo puede producir un afán interno por conocer el mundo, por saber qué se cuece en otros lugares o cómo son esas otras gentes que están más allá. Algunas personas también apoyan sus cosquilleos viajeros en razones de carácter cultural o religioso, que pueden oscilar desde la necesidad de conocer in situ las maravillas pictóricas que se alojan en el British Museum, visitar la tumba de Lenin, posar para la eternidad en la llanura de Giseh con las pirámides de fondo o cruzar el Pórtico de la Gloria tras hacer a pie o en bicicleta el camino de Santiago desde Roncesvalles. Todas son poderosas razones pero para mí la más importante tiene que ver con conocerse uno mismo. Así de fácil. Un día estás sentado en el sofá del salón y te das cuenta de que no sabes quién eres situado un poco más allá del cuarto de baño de tu casa. A partir de ese momento quieres saberlo. Toda esta elucubración viajera nos ayuda a digerir el vuelo AT971 con bastante más facilidad que la insípida cena de pollo con arroz que nos dan a bordo. Con el tiempo cronometrado al milímetro para poder cambiar de avión, tomamos en Casablanca el vuelo AT559 que nos llevará hasta Cotonou. La segunda cena en vuelo resulta algo más tratable gracias al vino marroquí que la acompaña.
Jöel, el gran amigo de Romeo, nos espera en el aeropuerto. Son las 3 de la mañana del lunes 13 de agosto de 2012. Un paseo de reconocimiento por los alrededores antes de meternos en la cama nos permite hacer los dos primeros descubrimientos africanos de interés. El primero es la rudimentaria fábrica de pan de la esquina, un ejemplar clásico de industria decimonónica y funcionamiento ejemplar. Gigantescos banastos con las barras recién horneadas desbordan las grupas de las escuálidas motos que se utilizan para llegar rápidamente a todos los puntos de la ciudad. El segundo gran descubrimiento es la forma mágica en la que una motocicleta de pequeña cilindrada puede convertirse en cómoda cama de suite de lujo por unas horas y proporcionar un sueño reparador, siempre y cuando el conductor sea africano y esconda en la chistera la pericia adecuada para conseguirlo. En la puerta de la panadería muchos duermen sin problemas a lomos de su ciclomotor. Y tienen pinta de hacerlo a pierna suelta. Grandes hallazgos en ambos casos, acompañados del primer error garrafal del viaje, cual es el de haberse dejado la cámara durmiendo.
A las 10 y media nos levantamos. La calle que descubrimos ahora no tiene nada que ver con la que habíamos dejado unas horas antes. Está abarrotada, millones de motos convierten el tráfico en una locura endiablada, el ir y venir de gentes es incesante, frenético, la contaminación horrible. En unos minutos estás impregnado de ese olor que te va a acompañar a todas partes durante el viaje, mezcla de calor, humedad y desorden. Y también te asalta al instante ese polvo entrometido que se te mete en África hasta los rincones más íntimos del alma. Con estas premisas, en un chiringuito cercano, rodeados de olores y polvo, disfrutamos de una tortilla francesa con cebolla y pan que nos sabe a gloria y de un nescafé con leche condesada que se paga en proporción a las cucharadas que echas. Hablamos de las cicatrices que la gente tiene en las mejillas. Se las hacen de niños con una cuchilla de afeitar. La forma y el número de las heridas identifica la etnia de la que provienen. En ocasiones, ha servido también para salvarlos de alguna enfermedad que han tenido o para ahuyentar a los malos espíritus.
Intentamos sin éxito cambiar dinero en un par de bancos. Tras el fracaso decidimos coger el transporte habitual aquí, los mototaxis, para acercarnos al centro. Es un sistema rápido y barato. Oficialmente el conductor no puede transportar más que a un pasajero, pero la policía no les dice nada y habitualmente llevan a dos. A pesar de la poca costumbre de ir de paquete y de la vorágine circulatoria, el viaje resulta suficientemente cómodo para poder incluso hacer algunas fotografías sobre la marcha.
El cambio de euros a francos cfa nos hace sentirnos millonarios. Ahora tenemos un montón de dinero. En el camino que hacemos disfrutando desde que salimos del banco hasta el mar, empapándonos de imágenes que nos van grabando la conciencia de sensaciones contradictorias, tenemos algún altercado puntual por culpa de las fotografías. La mayor parte de las veces los resolvemos sin dificultad no dándole importancia o haciendo que no entendemos lo que nos dicen. En ocasiones no tiene Romeo más remedio que intervenir y lo hace con acierto ejemplar, parándose el tiempo que haga falta para explicar que no pretendemos molestar a nadie sino únicamente llevarnos un recuerdo, que nuestra visita es interesante porque dejamos dinero en el país y que un trato agresivo con la gente de fuera, lo único que va a provocar es que los extranjeros no quieran acercarse a Benín.
En primera línea de playa, con el marco de un mar bravo y vistoso de fondo, se citan ante nuestros ojos de manera casi grosera suciedad y pobreza a partes iguales. Chabolas miserables rodeadas de basura jalonan una costa privilegiada que pide ayuda y respeto a gritos. Otra pequeña trifulca gráfica con un paisano se salda nuevamente con el buen hacer de Romeo. Una hostilidad inevitable que en el fondo encierra una gran ilusión por la vida propia.
Nos sentamos a comer en un chiringuito cercano. A estos establecimientos en Benín les llaman “maquis”, una palabra importada de Costa de Marfil, que viene a ser algo así como restaurante popular. Algunos optan por el pollo con patatas y otros tomamos pescado desconocido con plátano frito. Pedimos que no esté picante y casi lo conseguimos. No tienen nuestra cerveza, la cerveza local, La beninoise, pero tomamos Flag. Saldamos el asunto con algo menos de 3 euros por cabeza.
Todo Cotonou es una especie de mercado continuo. Las calles se suceden en un transcurso inacabable de puestos con todo tipo de artículos. Los vendedores no incordian como en otros países. Hay un discurrir casi permanente de personas con una bandeja inmensa en la cabeza o portando a lomos artículos diversos que te ofrecen incansablemente. Pero nada tiene que ver con el gran mercado al que nos dirigimos. Dantokpa es una de las áreas de compraventa más importantes del oeste de África, a la que acuden gentes desde lejanos puntos del país y del continente, un gigantesco corte inglés callejero, un rastro extenso y destartalado que ocupa muchas, muchas hectáreas divididas por secciones, en el que te agobian olores intensos y apreturas humanas. Todas las pieles a nuestro alrededor son oscuras. Es fácil resaltar. En algún grupo se cuchichea a nuestro paso y de vez en cuando se entiende la palabra “yovó” con la que se identifica al hombre blanco. Llamativa la sección de alimentación, con variedades extrañas y muchos colores. Abunda el ñame, unos cueros de animal parecidos a la corteza de cerdo pero húmedos y más oscuros, las gambas y pescados en arenque, una especie de bolas de espinacas en agua y un queso fresco rosáceo con forma de torta o de bola aplanada que hacen los pastores del norte.
Casi agotados pasamos a recomponernos un poco en el hotel y después nos acercamos en el coche de Jöel a conocer a la familia de Romeo. La calle, de tierra, como casi todas, está en obras y les han expropiado sin derecho a ninguna indemnización un trozo de terreno para construir la carretera. El preciado pozo familiar ha quedado fuera del recinto y en la actualidad construyen otro dentro de la propiedad.
Nuestra mente nos lleva sin querer al concepto de pobreza cuando nuestros ojos tropiezan con algo que interpretan como ausencia de casi todo. Es muy probable que nos equivoquemos, que la lectura no sea tan precisa como suponemos y que no debamos dejarnos influenciar por esos parámetros del mundo desarrollado. Con cualquier medidor obtendríamos notas muy altas en sensaciones de solidaridad, en convivencia envidiable y en alegría. Por casi todos los rincones abundan las sonrisas sinceras y la tranquilidad. Tras una ronda identificativa en el patio de la casa en la cual cada uno apunta cuatro rasgos de su vida para conocernos un poco, aparecen unas galletas, unas botellas de agua mineral fría y tres cervezas La beninoise. Se desatan sin tapujos espontáneas expresiones de júbilo y palabras cariñosas. Segolène, la niñita de Laurencia la hermana pequeña de Romeo, acapara las atenciones de los presentes y circula de mano en mano. De la reunión emana un cariño y una complicidad perceptibles. Los padres de Romeo (Gerard, ingeniero de puentes jubilado con 68 años, Epiphanie, profesora de ciencias de la tierra en un instituto) son personas buenas y realmente entrañables. La hermana mayor, Laetitia, una chica atenta, dispuesta y de un gran atractivo personal.
Después, nos acercamos a conocer a la familia de Jöel. La estrella de la reunión en este caso es otro bebé, Akpé (que significa “gracias a dios”), un cielo de criatura a la que cuida con mimo exquisito su hermano Jolice (curiosa combinación de los nombres de los padres Jöel-Alice). El distendido encuentro culmina con un chupito de sorabi, una especie de aguardiente de palma de alta graduación, que nos deja un sabor muy agradable y pone un broche de euforia a nuestro primer día en Benín.
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