domingo, 28 de octubre de 2012

Benín no se acaba nunca


14º Día. Lunes, 27 de agosto de 2012.

Hoy sí que el día empieza temprano porque a las 0:00 horas ya estamos hartos de esperar para embarcar en el aeropuerto de Cotonou. Todavía nos espera una eternidad hasta que el Boeing 737-800 despegue camino de Casablanca. Al final, el vuelo AT-558 de Royal Air Maroc sale con un ligero retraso sobre las 2:45 previstas, aunque a pesar de ello llegamos a Casablanca “on time”, a las 7:15 h.

En el vuelo nos dormimos todos al poco tiempo de despegar, incluso Matilde y yo, que normalmente tenemos más crudo eso de cabecear en los viajes. Por un lado, estamos muy  cansados, por otro nos invade ese relajo profundo en el que todos solemos caer después de un tiempo de intensidad.

Royal Air Maroc tiene la sana costumbre de proporcionar a los viajeros un hotel, cuando en los transbordos el tiempo que media entre la llegada y la salida de sus vuelos es superior a 5 horas. Nos llevan al Hotel Atlas, nos dan un desayuno bueno y después nos pegamos en la piscina un bañito antológico que disfrutamos a conciencia.

Me tumbo un rato en la habitación. Particularmente estoy muy satisfecho de este viaje. Algunas personas me preguntan cuál es el motivo por el cual África me atonta. No sé contestar. Pienso que puede ser una cuestión de cará antes que hacerlo por autopistasifico con esto que llamamos tercer mundo, lo mismo que en me identid¡fico con viajar por carretcter, de forma de ser. Por genes y por tripas me siento cerca de esto que llamamos tercer mundo. No creo que sea necesario darle más vueltas. Quizás es lo mismo por lo que prefiero los pueblos a las ciudades, desplazarme por carreteras secundarias antes que hacerlo por autopistas o que siempre me hayan atraído más los “balas” que los “listillos” de la clase. Debe de ser una cuestión hormonal.
Es innegable que un viaje a Benín supone vivir de cerca la escasez, las estrecheces, la simplicidad. Por eso no deben de hacer este viaje quienes se desplacen de un lado a otro en busca de la comodidad,  de la modernidad, de lo más actual, del lujo o el confort. Que no vayan a Benín a buscar todo eso. Es casi seguro que se equivocan de sitio. Quizás en Manhattan, en Marbella, en Berlín, en Londres o en París puedan disfrutar de esos encantos a los que aspiran, pero no es lo que hay que ir buscando a Benín.
Además de un recorrido variopinto, del descubrimiento de una cultura muy distinta y de la posibilidad de poder acercarse a otra civilización muy distante, un viaje por este pequeño país africano puede convertirse en un interesante diario de reflexiones y en un máster de humanidad. Una de las lecciones magistrales inmediatas que se imparten en este curso acelerado trata de la conveniencia de andar por la vida con los ojos bien abiertos. Otra muy interesante termina concluyendo que la felicidad es mucho más barata de lo que parece y que no tiene nada que ver con los ceros que nadie acumule en su cuenta corriente. A mí particularmente me ha encantado una lección básica que trata de la relatividad de los deseos y no tengo ninguna duda de que estas clases me han ayudado a descubrir el tamaño del hombre, a conocerme a mi pesar, a darme cuenta del peso de los caprichos y de que me lavo más de lo que necesito. Me han enseñado también todo lo que vale lo que malgasto y a apreciar lo que tengo, así como la enorme importancia de conseguir dejar de mirarse al ombligo para entender lo que pasa a tu alrededor. No es poco lo que se aprende en unos días. Además, me han puesto en guardia para que lo sepa, de que la mayor parte de las cosas de las que con tanto interés me rodeo, no sólo no me sirven para estar mejor, sino que no me sirven para nada. Incluso me ha llevado más allá, me ha permitido entender un poquito de esta locura en la que entre todos nos hemos metido y a la que estamos llamando crisis y de lo mucho que la sobreabundancia ha contribuido a que se produjese. La chispa de nuestras vidas no puede radicar en llenar nuestros días de cosas innecesarias y de casas necesarias para guardarlas. Benín lo dice claramente, a poco que se le escuche. 
En un viaje así terminas dándote cuenta de que no importa demasiado lo que diga el telediario, ni tampoco es preocupante que el pantalón se manche un poco, que los cabellos no estén sedosos o que los zapatos se ensucien con el barro de los caminos. Ni tampoco te intranquiliza que el agua de la ducha no salga caliente, que se note el sudor en la camiseta o que no puedas comprobar en el espejo si tu aspecto te complace. Te das cuenta de que muchas de las cosas que en el otro mundo suponen una alteración importante, un desequilibrio emocional, un disgusto, aquí no sólo no te preocupan, sino que ni siquiera las percibes.
Estoy seguro de que cuando abra la maleta al llegar a casa en Madrid, la habitación se va a impregnar de un aroma fuerte, diferente, que a mucha gente desagradaría. Un olor a piel y a polvo, a harina de maíz, a ocre. a calor que aplasta, a humedad, a fuego de cocina bajo el sol, a agua del pozo, a niño descalzo, a calle sin asfalto. Todo junto va a quedar esparcido durante mucho tiempo por el parqué en cuanto abra la cremallera. Lo importante siempre deja huella. 
De repente estamos en Madrid. Sin previo aviso, casi sin darnos cuenta, en Barajas. Hemos vuelto al origen. Nos felicitamos de lo bien que ha salido todo. ¿Y África?, ¿se ha quedado allá abajo en el mapa?, ¿se ha terminado el viaje? Cada vez estoy más convencido de que “el viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban. E incluso estos pueden prolongarse en memoria, en recuerdo, en relatos. El fin de un viaje es siempre el inicio de otro. Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio. Hay que volver a los pasos ya dados para repetirlos y para trazar caminos nuevos a su lado. Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre. El viajero vuelve al camino”. Sabio Saramago. Nos leyó el pensamiento por anticipado. No tenemos duda alguna de que haremos buen caso de su experiencia. Benín estará esperándonos. Volveremos.

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