14º Día. Lunes, 27 de agosto de 2012.
En el vuelo nos dormimos todos al poco tiempo de despegar, incluso Matilde y yo, que
normalmente tenemos más crudo eso de cabecear en los viajes. Por un lado, estamos muy cansados, por otro nos invade ese relajo profundo en el que todos solemos caer después de un
tiempo de intensidad.
Royal Air Maroc tiene la sana costumbre de proporcionar a los viajeros un
hotel, cuando en los transbordos el tiempo que media entre la llegada y la salida de sus vuelos es
superior a 5 horas. Nos llevan al Hotel Atlas, nos dan un desayuno bueno y
después nos pegamos en la piscina un bañito antológico que disfrutamos a conciencia.
Me tumbo un rato en la habitación. Particularmente estoy muy satisfecho de
este viaje. Algunas personas me preguntan cuál es el motivo por el cual África
me atonta. No sé contestar. Pienso que puede ser una cuestión de cará Debe de ser una cuestión hormonal. cter, de forma de ser. Por genes y por tripas me siento cerca de esto
que llamamos tercer mundo. No creo que sea necesario darle más vueltas. Quizás
es lo mismo por lo que prefiero los pueblos a las ciudades, desplazarme por
carreteras secundarias antes que hacerlo por autopistas o que siempre me hayan
atraído más los “balas” que los “listillos” de la clase.
Es innegable que un viaje a Benín supone vivir de cerca la escasez, las
estrecheces, la simplicidad. Por eso no deben de hacer este viaje quienes se
desplacen de un lado a otro en busca de la comodidad, de la modernidad, de lo más actual, del lujo
o el confort. Que no vayan a Benín a buscar todo eso. Es casi seguro que se equivocan
de sitio. Quizás en Manhattan, en Marbella, en Berlín, en Londres o en París puedan
disfrutar de esos encantos a los que aspiran, pero no es lo que hay que ir buscando a Benín.
Además de un recorrido variopinto, del descubrimiento de una cultura muy
distinta y de la posibilidad de poder acercarse a otra civilización muy
distante, un viaje por este pequeño país africano puede convertirse en un interesante diario de reflexiones
y en un máster de humanidad. Una de las lecciones magistrales inmediatas que se imparten en este curso acelerado trata de la conveniencia de andar por la vida con los ojos bien abiertos. Otra muy interesante termina
concluyendo que la felicidad es mucho más barata de lo que parece y que no
tiene nada que ver con los ceros que nadie acumule en su cuenta corriente. A mí particularmente me ha encantado una lección básica que trata de la relatividad de los deseos y no tengo ninguna duda de que estas clases me han ayudado a descubrir el tamaño del hombre, a conocerme a mi pesar, a darme cuenta del peso de los caprichos y de que me lavo más de lo que necesito. Me han enseñado también todo lo que vale
lo que malgasto y a apreciar lo que tengo, así como la enorme importancia de conseguir dejar de mirarse al ombligo para entender lo que pasa a tu alrededor. No es poco lo que se aprende en unos días. Además, me han puesto en guardia para que lo sepa, de que la mayor parte de las cosas de las que con
tanto interés me rodeo, no sólo no me sirven para estar mejor, sino que no me
sirven para nada. Incluso me ha llevado más allá, me ha permitido
entender un poquito de esta locura en la que entre todos nos hemos metido y a
la que estamos llamando crisis y de lo mucho que la sobreabundancia ha
contribuido a que se produjese. La chispa de nuestras vidas no puede radicar en llenar nuestros días de cosas innecesarias y de casas necesarias para guardarlas. Benín lo
dice claramente, a poco que se le escuche.
En un viaje así terminas dándote cuenta de que no importa demasiado lo que diga el
telediario, ni tampoco es preocupante que el pantalón se manche un poco, que
los cabellos no estén sedosos o que los zapatos se ensucien con el barro de los
caminos. Ni tampoco te intranquiliza que el agua de la ducha no salga caliente, que se
note el sudor en la camiseta o que no puedas comprobar en el espejo si tu aspecto te complace. Te das cuenta de que muchas de las cosas que en el otro mundo
suponen una alteración importante, un desequilibrio emocional, un disgusto, aquí no sólo no
te preocupan, sino que ni siquiera las percibes.
Estoy seguro de que cuando abra la maleta al llegar a casa en Madrid, la habitación se va a impregnar de un aroma fuerte, diferente, que a mucha gente desagradaría. Un olor a piel y a polvo, a harina de maíz, a ocre. a calor que aplasta, a humedad, a fuego de
cocina bajo el sol, a agua del pozo, a niño descalzo, a calle sin asfalto. Todo
junto va a quedar esparcido durante mucho tiempo por el parqué en cuanto abra la cremallera. Lo importante siempre deja huella.
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