lunes, 1 de octubre de 2012

Trata de esclavos y vudú


10º Día. Miércoles, 22 de agosto 2012.
Hoy nos espera cerca de aquí Ouidah, un nombre inevitablemente asociado a intensidad, a historia, a esencia. Trata de esclavos y vudú son ingredientes más que suficientes para ampliar muy grande el nombre de la ciudad. No hacen falta más aunque los haya. Unos en el taxi destartalado de Patrice y otros en el flamante todoterreno de Jöel, iniciamos el viaje camino de Ouidah, la ciudad mítica en la que se considera están los orígenes del vudú y desde la que fue exportado a América Latina por los miles de esclavos que encadenados salieron en su día de allí.


Antes de arrancar hemos desayunado en nuestra salita de estar un mixto a base de piña, buñuelos, paté, galletas energéticas, almendras y café con leche condensada. Estupendo. Nos acompaña hoy en la ruta Nicarette, una prima de Jöel que está terminando de estudiar biomedicina en La Habana.
El camino es lento. Tardamos una hora y pico en hacer los 42 kilómetros que nos separan de Ouidah. Aparcamos en la plaza y lo primero que hacemos es visitar allí mismo la Iglesia Catedral de la Inmaculada Concepción, construida por los franceses a principios del siglo XX. Ouidah es un contrapunto ideal para escapar del ritmo electrizante y del ambiente congestionado de Cotonou. Cuando terminamos de visitar la catedral comprobamos que estamos al lado del Templo de las Pitones. Frente por frente, una catedral católica y un templo vudú, una muestra evidente del carácter conciliador que tienen las diferentes culturas beninesas.



  



El Templo de las Pitones (1.000 francos = 1,5 € la entrada) tiene un gigantesco árbol sagrado (un iroko) a la entrada del recinto y a su lado un altar de sacrificio, donde cada 10 de enero (en este lugar y otros de la ciudad) se realizan ofrendas de sangre a los dioses para conseguir sus favores. El festival y sus ritos se han convertido en una gran fiesta popular. Ese día la población de la ciudad se multiplica por diez, para convertirse en un gigantesco templo del vudú (religión oficial en Benín), al que acuden miles de fieles de todos los rincones del país, de Togo, de Ghana y de otros países lejanos como Haití o Brasil, que quieren vivir de cerca el ceremonial. Es un día muy especial en el que 41 mujeres mayores (antes eran 41 mujeres vírgenes; ahora, al parecer, escasean) van con cántaros a por agua, con la que luego se bendice a los asistentes y a la tierra. Todo el mundo que lo desea  acude con un cuenco a recoger un poco de agua para esparcirla por su casa, a fin de que la buena suerte acompañe a los moradores durante todo el año. 

Nos cuenta el guía que este lugar es un templo consagrado a la pitón, la serpiente del arco iris, a Dangbé, al dios-serpiente. Desde la óptica occidental suena fuerte, pero uno piensa en los egipcios y no le resulta nada complicado concluir que cada cual adora al dios en el que cree (o a ninguno). Recluidas a oscuras en un recinto circular, las pitones sagradas durante el día solamente tienen derecho a alojamiento y desayuno líquido. El resto corre de su cuenta. Por las noches se abren las puertas del templo y salen para ganarse el sustento. Ellas solas suelen regresar sin ayuda a su “hogar” después de haber cenado. Alguna no lo hace, se pierde o se cuela como visitante de honor en la sala de estar de algún vecino, que la lleva nuevamente al templo sagrado. Nosotros  nos hacemos las fotos de rigor con las pitones.


Ouidah tiene el dudoso honor de haber sido uno de los centros neurálgicos de la llamada Costa de los Esclavos, desde el que se embarcaban como auténticos animales, cantidades ingentes de hombres y mujeres negros para ser utilizados como esclavos. Estos esclavos (de las etnias fon y yoruba fundamentalmente) se llevaron consigo a América su forma de entender el mundo y la vida, su religión, el vudú que se practicaba en Dahomey, el antiguo nombre de Benín.

El recorrido que hoy se muestra como la Ruta de los Esclavos, arranca en la plaza Chachá, en la que se hacían las subastas de los lotes humanos, y recorre un pista de tierra hasta la playa. El siniestro camino remata en la denominada Puerta de No Retorno, el lugar del que miles y miles de africanos partieron a la fuerza para no volver jamás. La Unesco ha instalado un arco solemne en memoria de todos los africanos esclavizados que fueron secuestrados para ser enviados a América en condiciones penosas. En una de las paradas de este recorrido se ubicaba el Arbol del olvido, al que hacían que los esclavos diesen un número de vueltas (nueve los hombres y siete las mujeres), con la promesa de que eso les produciría una amnesia que les libraría de sus raíces y les evitaría el sufrimiento de tener que recordar que abandonaban su tierra y dejaban a los suyos.
Es difícil ponerse en el pellejo de aquella gente, pero no cabe duda de que el momento de la ruptura, de hacerse  a la mar, debía de ser enormemente traumático. No sólo por lo que entrañaba en cuanto a la separación de la familia (que ocupa un lugar importante en las sociedades africanas), de la tierra propia, de la gente, sino también porque, según parece, los africanos estaban convencidos de que los blancos eran caníbales de allende los mares que se hacían los zapatos con la piel de los esclavos, que el vino que bebían era la sangre de los negros y que la pólvora que utilizaban en sus armas se hacía con los huesos molidos de los africanos. No es de extrañar que las rebeliones fuesen frecuentes en los barcos y que los esclavos hiciesen gala de una violencia salvaje.
Aunque los negreros también secuestraban mujeres y niños, la gran mayoría de los esclavizados eran hombres (se habla de un porcentaje del 80%). En la estructura de la población residente en la zona habría, como consecuencia de la trata de esclavos, sobreabundancia de hembras, lo cual hace pensar en razones muy poderosas para valorar  el matrimonio polígamo. En esas circunstancias se trataba de un sistema adecuado para dar protección y amparo a los muchos niños huérfanos que quedaban y también para que el excedente de mujeres desparejadas a la fuerza pudiese tener descendencia.
Cuando nos montamos en los coches las conversaciones se centran en imaginarnos cómo podían ser las travesías en aquellas condiciones dramáticas. A la angustia propia había que sobreponer el hacinamiento, los gemidos agónicos, los olores nauseabundos y la suciedad total que tendrían que soportar aquellos hombres desesperados. En medio de esta dureza imaginada, los coches se detienen. Al levantar la vista y dejar aparcadas las conversaciones sobre las miserias esclavistas nos deslumbra la sencilla belleza del lugar en el que nos encontramos, enmarcado por las palmeras y el mar. Estamos en la playa de Djegba (el nombre le viene de la palabra dje que significa sal). 






El lugar tiene aspecto de aspirar a convertirse en un paraíso turístico al amparo del paraje natural en el que está ubicado. Una playa virgen y brava en medio de un frondoso palmeral. Hay cuatro bungalows y unos cuantos cayucos viejos de pesca en la arena. Lo más llamativo es esa playa infinita que tenemos ante nuestros ojos, con un mar embravecido como pocos, que bate con una fuerza espectacular. Algunos no nos resistimos a darnos un baño. La playa tiene un gran desnivel, la resaca es traidora. Hay que andar con tiento. No podemos adentrarnos en el agua más que unos pocos metros y sin dejar de hacer pie. Es divertido pero después de un par de revolcones sabemos que no tenemos nada que hacer, está muy claro quién manda. La partida la gana el mar. Las olas hacen con nosotros lo que quieren, nos tiran, nos manejan como marionetas, nos vapulean una y otra vez contra la arena hasta dejarnos exhaustos. No tardamos mucho tiempo en darnos por vencidos. Rendidos, aprovechamos los tímidos rayos de sol para recuperar el aliento mientras nos secamos. 



Totalmente relajados después de la paliza, la espera por la comida se nos hace eterna. Tomamos con avidez, casi con voracidad, pescado o pollo con cuscús o patatas fritas y una salsa, más las beninois de rigor, sprites y agua. Las diez comidas nos cuestan en total 36.000 francos (unos 55 euros). No es mucho pero nos parece caro, teniendo en cuenta los precios a los que ya estamos acostumbrados. A Matilde le embarga de repente una explosión de cariño grupal e insiste en hacerse cargo de la cuenta. Le aplaudimos el detalle y le cantamos “Es una chica excelente”.
No habían transcurrido más que unos minutos desde que nos habíamos metido de nuevo en los coches cuando nos detenemos frente a una empalizada con un cartel que dice en el portón “Musée Porte de Retour Ouidah”. Los benineses no han querido que el recuerdo de la época pasada quede grabado exclusivamente por el mal sabor de la tragedia que supuso la trata de esclavos. Quieren que también quede constancia de que no hay rencor a la historia y que el dolor por el pasado vivido, siendo infinito, no apaga el ánimo conciliador que reina en la actualidad.


El museo (500 francos=0,8 euros la entrada) no tiene ninguna trascendencia en cuanto a los contenidos que allí se exhiben. Se trata de un pequeño pabellón en medio de un espacio abierto en el que se realiza un homenaje simbólico al regreso a las raíces, una alegoría a la madre tierra que vuelve a recoger en el hogar a los hijos que han estado desperdigados por el mundo, una recopilación sencilla de temas relacionados con el retorno de los descendientes de aquellos esclavos que fueron obligados por la fuerza a abandonar sus orígenes, a dejarlo todo. En la última de las cuatro salas se recogen testimonios escritos (muchas veces emocionantes) de gente que ha regresado a su tierra después de muchos años o de toda una vida de exilio forzoso.


























Ya de regreso y anocheciendo nos acercamos a hacerle una visita el tutor de la tesis de Romeo, un profesor que habla español perfectamente ya que ha estudiado la carrera en Cuba, al que tenemos que esperar un rato a la puerta de su casa porque todavía está regresando. Se alegra de encontrarse con nosotros y tenemos el tiempo justo para intercambiar saludos y cuatro impresiones porque tenemos que coger el coche para volver.




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