lunes, 17 de septiembre de 2012

Funeral festivo y lección de cerámica sin torno


6º Día. Sábado, 18 de agosto 2012.


Amanece jarreando. El ruido del agua de la lluvia nos despierta a las 6 y media de la mañana. Por momentos cae con mucha fuerza. No parece que vaya a ser el diluvio universal pero, por estas latitudes, la naturaleza te resulta un poco más ajena. De ahí que impresione más. Iniciamos los preparativos de la puesta en marcha sin demasiadas prisas, para ir dando tiempo a que pase la tormenta, pero todo parece indicar que no tiene intención de apurarse. A pesar de lo mucho que nos apetecía el plan, no tenemos más remedio que renunciar al bucólico desayuno en barca por el lago Ahemé que teníamos programado. A cambio, lo hacemos tan ricamente en uno de los palafitos en compañía de Pascal, el cura beninés que estuvo en Colmenar Viejo, hermano de Theo, el dueño del hotel.
Observamos cómo, en medio de la lluvia, unos cuantos pescadores tratan de sacarle con muchas dificultades y no menos sacrificio algo de jugo a las aguas del lago. Las artes que utilizan no son demasiado eficaces y se desplazan a duras penas por culpa de la lluvia y del viento, impulsándose por medio de una pértiga larga que apoyan en el fondo poco profundo del lago. Desde la orilla se percibe que el esfuerzo es ingrato. No llevan traje de aguas ni ninguna otra protección contra la climatología adversa. De vez en cuando dejan de impulsarse y se paran para achicar el agua que inunda la embarcación, una especie de piragua tosca, hecha con un tronco de árbol de madera muy pesada.
Pascal habla bastante bien en castellano y es un buen conversador. Comentamos que Priscila y Matilde están muy interesadas en la cerámica de la zona y nos propone que si esperamos a que termine la misa que va a celebrar en una casa de allí al lado, él nos puede acompañar a su pueblo, Sé, una pequeña localidad próxima en la que hacen una cerámica muy apreciada. Decimos que sí a la propuesta. Le pregunto si podríamos asistir a la misa, a lo que también él contesta afirmativamente.
Resulta que casi sin querer nos hemos metido en una ceremonia para conmemorar los 20 años del fallecimiento de una persona. Los católicos de Benín celebran los aniversarios con una conmemoración alegre, festiva, en recuerdo y a la memoria del fallecido. Es un día grande en la casa familiar. El acto incluye una misa cantada y concelebrada, a la que acuden además de los familiares, personas representativas de la localidad y muchos vecinos. En la homilía, muy extensa, se nos agradece públicamente nuestra presencia en la ceremonia. En los diferentes turnos de palabra que se suceden, uno de los intervinientes invita al personal a que cantemos todos juntos y entona en castellano “El pueblo unido jamás será vencido”, que es coreado por la colectividad. 
La celebración es un espectáculo del cual somos el centro de atención para todos los asistentes, que vienen directamente a saludarnos o se quedan observándonos un tanto atónitos desde la distancia. Tras la misa de más de dos horas se reparten bebidas y arroz con pescado entre los presentes sentados en mesas o en el suelo.


 
Cuando durante el desayuno le pregunté al padre Pascal por qué había decidido dejar España y volverse a Benín, me contestó de forma rotunda que en su pueblo lo necesitaban mucho más que en Colmenar Viejo. Me pareció una razón poderosa. Cuando llegamos a Sé, el pueblo del que es natural y cerca de Atiémé, donde tiene su parroquia, no sólo lo entendimos mucho mejor que cuando nos lo dijo de palabra, sino que nos pareció estupendo que lo hubiese hecho. Nos contó cosas de su proyecto “Mujeres del barro”, que había iniciado en España, encaminado a la escolarización de las chicas del pueblo que desde edades muy tempranas se inician en la alfarería, así como de la fundación que ha puesto en marcha para luchar contra la exclusión social en la zona, en memoria de su padre Robert Dotou, enfermo de lepra a los doce años y casado en la leprosería con Louise Hounkpé, su madre. Nos abrió las puertas de su casa, nos presentó a su madre, muy mayor y después, una mujer vecina suya, nos hizo una demostración de cómo se puede acabar una olla de barro en unos minutos sin torno, totalmente a mano y apoyándose únicamente en un trapo mojado como todo instrumental. 


Nos acordamos mucho de nuestra amiga Anita y de lo mucho que hubiese disfrutado del lugar y del momento, porque fue un auténtico alarde de maestría alfarera. Creo que es bastante común entre los seres humanos que, cuando la vida nos pone al alcance algo hermoso, algo que nos emociona o nos embruja, el corazón nos traiga de inmediato a la cabeza el recuerdo de un ser querido que hubiera vivido aquel instante con la mayor intensidad, que hubiese disfrutado como nadie de aquello que estamos descubriendo. Nos gustaría que estuviese allí, que tuviese oportunidad de vivirlo con nosotros. Es una cuestión de cariño. Y es por esa razón por la que Matilde y yo, al ver aquello, nos miramos asombrados y pronunciamos al unísono el nombre de Anita en presencia de aquella mujer mágica que, sin torno ni utillaje, con el apoyo de sus manos como única herramienta, era capaz de hacer auténticas maravillas con el barro. Seguramente nadie en el mundo como Ana hubiera disfrutado de ver trabajar a aquella mujer. Nunca se sabe si habrá otra oportunidad, si las cosas se pueden volver a repetir, ni si Ana alguna vez tendrá ocasión de apreciar de su buen hacer y deleitarse con la habilidad de aquella artista. Probablemente no, pero es bonita la ensoñación en el momento. Es emocionante descubrir el cariño que sentimos hacia las personas que queremos y el ansia de compartir que aflora cuando aparece la intensidad, cuando disfrutamos de algo que vale la pena.
La sensación que sacudió el cuerpo de la mujer cuando, finalizada la exhibición, Romeo, al despedirnos y agradecerle el detalle, le dejó discretamente los 1000 francos en la palma de su mano, sólo puede ser imaginable para los que hemos tenido la suerte de ver cómo se le encendieron los ojos y una expresión de incredulidad, agradecimiento y alegría le iluminó la cara.

Después nos acercamos a los puestos de venta, en los que Matilde, Priscila y Epiphanie disfrutaron de lo lindo, mientras Pascal hacía una llamada para conseguirme la música que se había cantado en la misa y, mientras no llegaba el chaval en la moto, me contaba que la mayor parte de las piezas de barro que se producían se la venían a comprar a precios ridículos para luego revenderla en Cotonou o en otros sitios.

La madre de Pascal tiene principios de demencia senil, la cara maltratada por las secuelas de la lepra padecida en su juventud y una dulce sonrisa infantil que enternece. Al despedirnos, sentada en el pórtico de la casa, decía emocionada que estaba encantada de habernos podido saludar y que era un honor para ella que entrásemos en su casa. No consiguió evitar que se le escapasen unas lágrimas cuando nos dijo que temía que no se volviese a repetir el encuentro porque ella en cualquier momento dejaría de estar entre nosotros.














Dos horas más tarde estábamos desembarcando de nuevo en Cotonou. Nos reinstalamos en nuestro hotel Para Mondo y nos acercamos a casa de los padres de Romeo. Entre él y Noelia repartieron todo lo que traían en las maletas para ellos: desde zapatos o ropa hasta cintas métricas o una balanza, pasando por chorizo y vinagre. Un regalo del cielo que la familia recibe con alborozo.



Romeo pregunta por un sitio para cenar y el padre y un vecino se montan en el coche con nosotros para guiarnos. Nos llevan a El Terminal, un sitio sin ningún encanto y con muy poca luz, en el que nos tomamos unos espaguetis y un plato de carne de pavo. Ya cenados y un tanto desencantados iniciamos el regreso. Nos metemos por calles secundarias para atajar. En una de ellas un grupo de hombres nos cierra el paso con vallas. Al parecer es frecuente que digan que van a arreglar la calle y que hay que darles dinero. Un asalto en toda regla. Intercambio de palabras y cierta tensión ambiental. El buen hacer del padre de Romeo y posiblemente unas monedas zanjan el problema y nos abren la barrera.

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