8º Día. Lunes, 20 de agosto
2012
Hoy nuestro objetivo es Ganvié, que dicen es la ciudad lacustre más grande
de África y un entorno de gran belleza natural. Vamos a por ella. Algo tendrá para que haya sido
nombrada Patrimonio mundial por la Unesco en 1996. Caminamos un rato por las
inmediaciones en busca de un taxi. Nos detenemos en un puesto observando a una
mujer que fríe buñuelos. Se llaman yovó
dokó (lo de yovó nos suena mucho porque es la palabra que pronuncian los niños cuando nos ven. Significa blanco y en este caso se usa para los buñuelos porque están hechos de harina de maíz). Compramos
siete (a 25 francos) y otros siete hechos con la misma masa pero más aplanados,
con forma de empanadilla, a los que llaman paté
(a 50 francos) Total, que hemos desayunado muy bien los siete por (525 francos)
menos de un euro.
Escasean los taxis para acercarnos a Ganvié. El tiempo va pasando sin
solución por lo que Romeo opta por meternos a tres en un taxi (Tere, Mati y yo)
que se detiene a nuestro lado, ya ocupado por otra persona. Le da una dirección
de Calavi para que nos lleve. Allí nos bajamos (600 francos cfa = 1 euro) y
esperamos la llegada del resto del personal. Pasa un buen rato sin que den señales de vida y
cuando ya empezamos a impacientarnos aparecen los demás en el coche de Jöel,
que se ha acercado a buscarles porque no había taxis.
El lago Nokoué, al norte de Cotonú, alberga varios
poblados lacustres entre los que destaca Ganvié, al que de manera poco
afortunada han querido promocionar con el nombre de “la Venecia africana”, que
no identifica en modo alguno lo que te vas a encontrar, aunque se trate de casas en medio del
agua y embarcaciones con cierto parecido a las góndolas. Aquí la vida es mucho
más cruda y se palpa mucho más cerca. Ganvié está habitada por una población
que en su momento escapaba de las redadas en la época de la colonización. Las
personas que viven aquí son descendientes de la tribu tofin que se trasladó del
norte en el siglo XVIII para escapar del dominio de los fon al expandir el
reino Dahomey. Viven principalmente de la pesca y desarrollan toda su vida
sobre el agua. Duermen, estudian y trabajan flotando. La vida de los tofin se
desarrolla a bordo de las piraguas y con el agua como referente y como
compañera eterna. El lago es todo para ellos. De hecho, tiene hasta su propio dios, llamado
Tohossou.
Entrar en la zona donde está el poblado produce una sensación rara, una mezcla de curiosidad, intromisión y respeto. Las viviendas, chozas construidas sobre un inestable entramado de pequeños troncos, son cuatro paredes de caña o de bambú con un agujero para la puerta y otro para la ventana. Por desgracia (al menos para nosotros), los tejados de paja se van sustituyendo por planchas de chapa ondulada. Algún milagro permite que las chozas se mantengan sin problema sobre el agua. El tráfico de canoas en el centro del poblado es incesante. Nos quedamos sorprendidos cuando nos dieron la cifra de 30.000 personas
para las que todo ocurre sobre el lago. En el agua está el mercado, la escuela,
el centro de salud, las iglesias, el centro artesanal, los hoteles, las tiendas,
etc. Todo está enmarcado por el agua. Es un espacio muy llamativo en el que la existencia se presume empapada de extrema dureza. Son evidentes las muchas dificultades que se deben de atravesar para
subsistir en un medio tan hostil. Pero también aquí se aprecian las ganas de
superación ante las adversidades. Realizamos un amplio recorrido de gran interés por
el poblado, durante el cual hacemos varias paradas para comprar algún recuerdo
en una tienda de artesanía y para tomar un café observando tranquilamente cómo transcurren otras vidas diferentes.
En el recorrido de vuelta nos cruzamos con un buen número de embarcaciones
que faenan o se desplazan de un lado a otro por los caminos de agua. La mayoría lo hacen a remo,
algunos con trapos grandes que utilizan a modo de vela y unos pocos afortunados con motor. A nuestro paso, muchos
de los ocupantes de las piraguas se tapan la cara con el sombrero o con las
manos, bajan la cabeza o se esconden al verse enfocados por la cámara. Algunos nos dirigen signos de desaprobación y hacen el gesto de salpicarnos con los remos.
Una vez en tierra volvemos a coger zemidjans
(moto-taxis) para acercarnos al hotel. Nos lavamos un poco, recuperamos el
aliento y continuamos. Al salir, esperamos en el cruce la llegada de Leticia, la hermana de
Romeo, que nos va a acompañar al mercado de Dantokpa para comprar telas. Cuando
llega nos acercamos en mototaxis al banco en el que Romeo ha quedado con la
mujer que visitamos ayer en su casa, para cambiar euros. Salimos del
banco con la sensación de ser importantes, después de guardarnos en la mochila un millón y
pico de francos en billetes pequeños totalmente nuevos.
Nos lleva Jöel en dos tandas a un maquis cercano. Comida con pollo, plátano
frito, cebolla, pimiento, patatas y arroz. Cuando llego, a la vuelta del
servicio, Jöel hace un alarde de profesionalidad comprando corbatas a una chica
que ha aparecido por allí. Al final ha conseguido llevarse tres corbatas por la
sexta parte del precio que le pedía por una.
De allí nos vamos al mercado de Dantokpa, el punto de concurrencia de una
marabunta de gente enzarzada en el mundo de la compraventa. Matilde y Priscila quieren comprarse telas para hacerse un vestido. Leti, la hermana de Romeo,
domina el medio y nos conduce con habilidad y sin titubeos entre aquellos ríos de
gente, para aparcarnos directamente en la tienda adecuada. Espero pacientemente el resultado de la
elección. No debe ser fácil saber entre miles de telas de colores, cuáles son los que
más te favorecerán.
Inmerso en mis pensamientos, absorto, cuando vuelven, al terminar de hacer las compras, casi me molesto. Con las telas bajo el brazo nos pasamos un momento por el sitio donde
trabaja Jöel (la Oficina de Regulación de los Mercados Públicos, que depende de la Presidencia de Gobierno), a concluir algún
trámite pendiente. Desde allí nos vamos al taller de la modista que les va a hacer los trajes,
una chica menuda de rostro tranquilo y mirada intensa, ataviada, como no podía ser menos, con un traje
perfecto.
Ya de regreso, en la salita que hay delante de nuestra habitación, nos ponemos a distribuir el dinero que hemos cambiado en el banco. El aspecto es de película. Parecemos delincuentes, atracadores repartiendo un botín. Nos llevamos una desagradable sorpresa cuando comprobamos (y recomprobamos) que nos falta un paquete con 10 billetes de 2.000 francos. No es que sea una cantidad notable (20.000 cfas son unos 30 euros), pero Romeo está especialmente molesto. El asunto se zanja sin problemas asumiendo entre todos la falta.
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